UN VIAJE POR EL INTERIOR DE LA ISLA DE BORNEO. UN RETRATO DE UN PEDAZO DE VIDA EN LAS SELVAS DEL SUDESTE ASIÁTICO.
En el año 1992, un grupo de amigos —Bego, Nieves, Mayka, Ana, Chelo, Manel, Raúl, Marta y yo— nos embarcamos en un viaje por Indonesia y visitamos varias de sus islas: Java, Borneo, Sulawesi, Irian Jaya (la parte indonesia de Nueva Guinea), Bali , etc. Un viaje con muchas aventuras, bastantes dificultades para movernos entre islas y poder visitarlas. Pero me voy a detener en un episodio que ocurrió en Borneo, en una excursión difícil, por barco, bicis, caminatas, canoas… una ruta que, creo, no es muy conocida y que tuvimos que organizar in situ porque no había forma de hacerlo de otra manera.
Llegamos a Samarinda en un pequeño avión, en un vuelo bastante accidentado. Una vez instalados, empezamos a preguntar cómo poder hacer un viaje por el entorno del río Mahakan y encontramos a una persona, de nombre Jamaid, al que acabamos llamando ‘el jefe’. Habíamos dejado nuestras mochila grandes en un hotel y cogimos las pequeñas para esta pequeña aventura.
Para empezar, tuvimos que coger un barco de dos pisos, en el que tuvimos que pasar un día y una noche tirados en el suelo del barco, durmiendo sobre nuestras colchonetas, con un ruido de motor atronador. Llevábamos fruta y provisiones para el viaje. En Indonesia a los retretes les llaman mandi y el del barco era un agujero entre dos tablas desde donde caía al río el vertido.
Llegamos a Melak, dimos una vuelta por el mercado y nos recogieron unos todoterrenos para llevarnos al pueblo donde iniciábamos la ruta. El camino estaba lleno de agujeros y zanjas, varias veces pensamos que los coches se habían quedado atascados. Tras ese viaje llegamos a Eheng, el pueblo que será nuestra primera parada.

Nuestro destino es una long house (casa alargada). Los habitantes son dayaks, cortadores de cabezas, de los que hay unas 300 etnias repartidas por la isla. Las casas alargadas están construidas como palafitos y solo se puede acceder por un palo tallado en forma de escalera. Están hechas así para su protección, para quitar el palo rápidamente si se acercan enemigos y dentro de la que nos quedamos viven 32 familias.
Subimos por el palo y descubrimos que es una casa de madera larga, con esterillas en el suelo. Cada esterilla es un domicilio. Hay dos camas muy grandes. La parte ‘residencial’ es para las personas importantes, entre las que no estamos, por supuesto. Idrus, un chico joven que nos acompaña, nos ha enseñado el recinto. Le hemos preguntado dónde había un mandi y un sitio para lavarnos. Entonces nos ha llevado de excursión fuera del pueblo hasta llegar a un río en el que hay un puente que pone mandi. La parte de arriba el río es para bañarse y lavar y tiene montada una plataforma a su alrededor. Cruzando la carretera hay un retrete. Por las noches, si tienes necesidad, tienes que salir de la casa e ir ‘al fondo a la derecha’, ya podréis imaginar, bajando por el palito.
El ‘jefe’ se fue a pedir permiso al jefe del pueblo para podernos quedar a dormir. Nos lo dio y cogimos bañadores, toallas y jabón para quitarnos de encima el sudor y el sueño. Tomamos un baño comunitario que nos entonó bastante.

A las 12:30 fuimos a comer a otra casa, porque ‘el jefe’ no quería que tuviéramos problemas de estómago. Nos dieron arroz con ciervo y patatas en sopa. Después de comer, con un calor de mil demonios, volvimos a la long house tras haber intentado sin éxito echar una siesta bajo un árbol. Dimos otra vuelta por la casa, hicimos fotos y nos tropezamos con un australiano antropólogo que está viviendo aquí durante un año para hacer el doctorado.
Volvimos al mandi a quitarnos el calor y después dimos un paseo hasta otro pueblo, a unos dos kilómetros. Nieves decía que tenía la impresión como si fuera a aparecer la guerrilla en cualquier momento y, de repente, apareció un tipo vestido de camuflaje.
Bebimos agua de varios cocos, muy dulce. Y hemos visitado el cementerio, donde hacen unos enterramientos sobre palos que parecen palafitos pequeños. Primero meten al difunto en una especie de casita, dentro de un corralito y le ponen ropas y objetos. Cuando tienen dinero suficiente para pagar el entierro, que implica una gran fiesta, destruyen el primer ataúd, sacan los huesos y separan la cabeza del cuerpo. Véase la reminiscencia de los hasta, hace poco, cortadores de cabezas, que explicaré más tarde. Bailan alrededor de la cabeza y luego lo hacen con ella en la espalda.

Volviendo hacia la casa, al pasar por el mandi, vimos un montón de hombres en calzoncillos. Estaba concurridísimo. Al día siguiente había mercado y había venido mucha gente de fuera. Además, es noche había ceremonia en la long house. Cuando llegamos, había un señor tocando muy suavemente y muy despacio un tambor. Estaba tranquilizando a los espíritus porque alguien que había hecho algo malo durante el año. Iban a sembrar el arroz y tenían que tener contentos a los espíritus para tener una buena cosecha.
Después hubo una ceremonia para curar a cuatro enfermos, mientras el gamelán (orquesta) acompañaba la ceremonia tocando a un ritmo primero lento y luego cada vez más rápido. El hechicero llevaba un gorro de tela, encima un corona de papel y una falda larga. Bailaba alrededor de un manojo de tallos de arroz y cintas de papel y a veces iba hacia un colgante de cintas que había cerca de la puerta. En la misma puerta colgaban cintas y a veces se iba a ella con violencia y hacía como que echaba algo fuera.
Cuando trajeron a los enfermos, estos descubrieron la parte afectada y el brujo, en un momento dado, les pasaba la lengua por esa parte y la movía enloquecidamente. Luego se iba a la puerta y escupía y seguía bailando. Repitió lo mismo muchas veces. Luego cogió unas hierbas y se las pasó a los enfermos por la parte afectada, después se las pasaba él por el pecho, la axilas y la espalda. La ceremonia duró como una hora.
En la long house de Eheng hay varios hechiceros, pero la comunidad ha llamado a este, que es especialista en problemas de estómago y riñones. Ya lo habían probado antes y les había dado buen resultado.
A la hora de dormir, los dayak se portaron fenomenal: nos dieron colchones, almohadas y nos dieron mucho espacio y pidieron disculpas por no tener nada más pero nos dijo un maestro, que era muy gracioso, que esa noche había venido mucha gente. Poco a poco nos dormimos tras hacer una excursión al fondo a la derecha.
Tuve el despertar más extraño de mi vida y aún lo recuerdo como si hubiera sido ayer. A las seis menos cuarto de la mañana escuchamos un toque de tambor muy suave y una voz que empezó a cantar suavemente y empezaba muy poco a poco a aumentar el volumen del sonido, no pasando nunca de un volumen agradable. Miré sorprendida hacia donde venía la voz viendo al hechicero con el tambor y cantando, que me sonreía. Era el cántico de los espíritus.

Fuimos al mandi en procesión y nos dieron un desayuno estupendo con huevos fritos, papaya, pan y dimos una vuelta por el mercado, donde vendían cosas de uso diario.
Los cortadores de cabezas son gente de lo más amable, la verdad. El hecho de cortar las cabezas lo hacían los dayak para manipular el espíritu de la cabeza robada al enemigo. A la cabeza le llevaban ofrendas para que el espíritu del decapitado se pasara a su bando, aunque hubiera sido enemigo antes.
Lo que pensamos después de estar con los dayak es que toda su civilización se limita a llevar ropa occidental y poco más. El resto de sus costumbres permanecen tal cual. Las casas pueden tener una imagen cristiana, pero junto a un tótem. El Dios cristiano es para ellos un espíritu más. Igual pasa con la medicina occidental. Se toman las pastillas, pero rezan y hacen ceremonias a los espíritus.
Salimos del pueblo alegremente con tres porteadores con bicis para hacer una caminata todo el día. Por la mañana, caminamos tres horas. Menos mal que estuvo nublado, porque nos hizo mucho calor. Al mediodía llegamos a una long house llamada Benuy. Tiramos el equipaje para ir al mandi a darnos un baño. Tuvimos que andar bastante y era muy simple. Te tenías que bañar en un chorrito de agua. Pero, por lo menos, nos refrescamos. Bego se pegó un leñazo porque pisó una oruga larguísima y se resbaló. En esta long house hay una parte donde no podemos entrar ni fotografiar. El día anterior habían hecho una ceremonia muy fuerte y no podía entrar nadie que no haya estado en ella, porque el brujo quería comprobar su efecto. Nos pusieron la comida en el suelo: arroz, pollo frito, pollo guisado y guindillas, que picaban a rabiar. Manel se empezó a echar puñados de arroz en la boca para que se le pasara el picor. La gente de la casa se tronchaba de risa.
A las dos de la tarde, con un calor de tres pares de narices, nos marchamos para una caminata de dos horas. Cerca del final del camino pasamos por un riachuelo clarito donde nos dimos un chapuzón. Ahí descubrimos que tenía la pierna comida por un bicho indeterminado. Con ampollas.
Llegamos a un pueblo llamado Jalan Danuh, donde montamos en unas canoas para ir por el río Idam, que es estrecho y bordeado de selva. Vimos monos y muchos pájaros de vistosos colores.
Después de hora y pico, llegamos al río Kadang Pau, que es más ancho. En las orillas había gente bañándose en los mandi y saludándonos sonrientes. Se había hecho de noche cuando ‘el jefe’ nos advirtió que no sacáramos los brazos de la canoa y nos metieron por un canal muy estrecho. Como no se veía nada, ‘el jefe’ se tuvo que poner de pie con una gran linterna. Raúl ayudó desde la proa con una más pequeña y, aún así, nos dimos varias veces contra las orillas. Al cabo de un rato salimos a otra parte más ancha, donde había una playita para desembarcar. Nos bajamos al fango resbaladizo y sacamos las mochilas. Estábamos extrañados porque no estaba la barca de los demás, que iban delante.

Fuimos andando hasta la long house de Lamin Tolan. Tiene un palo muy rústico y peliagudo de subir. Esta casa está forrada de corteza de árbol. La gente es muy amable y les dimos globitos a los niños. La parte externa solo tiene esterillas, pero la interior tiene algún mueble. Los habitantes son kenyah, como los de la casa anterior. Nos dice ‘el jefe’ que no nos preocupemos por los otros, que han salido a buscarlos. Nos trajeron té y nos pusimos a esperar pacientemente, pero pasó más de una hora y no aparecían. Nos empezamos a preocupar. Además, en esa canoa iban Chelo y Mayka y pensamos que, si estaban perdidas, se iban a poner nerviosas. Confiamos en que Marta leas tranquilizara. Además, iban con Idrus, que hablaba poco inglés, así que nos temimos lo peor. Raúl y Manel se fueron con ‘el jefe’ a ver si las encontraban. Llegó la policía. Nos contaron lo que había ocurrido. El barquero de ellas no había querido pasar por el canal estrecho y las ha soltó en un embarcadero que había al otro lado del pueblo. Idrus quería que fueran a la long house y Chelo se montó la película de que nosotros no estábamos porque nos habíamos quedado encallados en la arena, se nos había roto la hélice y veníamos a remo, nos habíamos estrellado contra una roca, volcado, etc..
La policía las vio en el embarcadero sentadas en el mandi y vino a la long house a investigar, pero por el camino se encontraron con los chicos, que les preguntaron si las habían visto. Cuando llegaron, por fin todos, la policía se puso a interrogar al ‘jefe’, le pidió nuestros pasaportes, tuvimos que rellenar unos papeles y le pusieron una multa de treinta mil rupias por perder a los turistas. El ‘jefe’ se puso nervioso perdido y no paró de pedir disculpas.
Cenamos sentados en el suelo sardinas con tomate y sopa de pescado con arroz. Luego intentamos hablar por señas y con dibujos con las 12 familias que habitaban en esa casa. Nos contaron que, para orinar de noche, los hombres simplemente tienen que girarse y lanzar el chorro entre los palos del suelo. Para nosotras, hay un recinto con palos de caña en el suelo y se hace entre los palitos. Es para la noche, porque bajar sin luz por el palo es peligroso. Nos pusimos a ello y empezaron a chillar los cerdos de abajo y nosotras nos morimos de la risa.

A eso de las seis de la mañana pusieron la radio a todo trapo. A las ocho desayunamos tomate frito con salsa de cacahuete, o sea, nada. Y después fuimos al embarcadero a coger un barco como el del inicio, pero éste, al menos, es más fresco y hace menos ruido. Llegamos por la tarde a Muara Muntai, donde buscamos un hotel cuyo mandi constaba de dos letrinas y dos abrevaderos con cacito. No nos queda otra que quedarnos allí y se ha hecho un cónclave sanitario (Nieves, Chelo y yo somos enfermeras, Bego es pediatra) para tratar el tema de mis ampollas, que me han salido en toda la parte de atrás de la pierna para decidir si había que amputar o no. Raúl y Manel, que esperaban fuera, lo tenían muy claro: «Si hay que cortar, se corta» y todos ofrecieron amablemente navajas y machetes. Bego me sugirió buscar a un brujo para que, al menos nos pueda decir qué bicho me había picado y yo estaba de acuerdo, aunque fuera se seguía escuchando: «Si hay que cortar, se corta».

Finalmente, no me cortaron la pierna y fuimos en tres canoas por el lago Lampang. Buscamos monos narigudos y conseguimos ver algunos. También había delfines de río y un cálao, que aquí es un pájaro mitológico, con una cresta roja de la que a veces sale un cuerno que es muy apreciado para tallarlo, garzas… Los pescadores faenan en el lago en canoas picudas con unas redes en forma de balanza. De un extremo del palo hay una cuerda y del otro, la red. Hay mucha vegetación. Hacia las 9 llegamos a Tanyung, que es un pueblo para turistas. El gobierno había comprado varias long houses y las acondicionaron para ello. Hacen simulacros de ceremonias de brujo y cobran una pasta. Venden artículos turísticos, como mandaos (machetes). Al salir, nuestra canoa embarrancó y el piloto tuvo que meterse al agua para desatascarla. Comimos en Muara Muntai y fuimos de nuevo en canoas para ver animales.
Nos invitaron a cenar en casa de Idrus, cantamos y bailamos. Al día siguiente cogimos el barco de regreso a Samarinda, en el barco público, mucho más cómodos que a la ida y en un trayecto de solo siete horas.
Y aquí pongo fin a una pequeña aventura de las muchas que vivimos en aquel viaje increíble.