Aotearoa, la tierra de la gran nube blanca
Parte II
Isla del sur. Te wai Pounamu
Recorrimos praderas y valles con montañas a ambos lados y mucha vegetación. En un tramo, a nuestra derecha, tenemos el mar y, a la izquierda, una colina baja redondeada que recorre toda la costa. De repente, Juanjo se dio cuenta de que no era una colina, sino que el viento ha dado forma a los árboles dándoles aspecto de colina, pero es un bosque muy espeso. Vimos lagos y ríos. En uno de ellos vi unos cisnes negros. El cisne negro era un animal mitológico hasta que llegaron los europeos y comprobaron que existía.
Paramos en algunos puntos altos a hacer unas fotos porque los valles eran preciosos. En uno de los miradores vimos una preciosa bahía plagada de islas. Es uno de los fiordos. Bajamos hacia esa zona, la bahía de Okiwi. Es una cala divina, muy tranquila, con algunas casas. Paramos a dar un paseo por la playa. Crucé un puente de madera sobre un río de aguas cristalinas y llegamos al final de la playa. En un alto volvimos a parar. Había un sendero que nos acerca a un mirador. A la entrada del sendero hay un baño limpio con papel higiénico. Eso es común en todos los senderos. Siempre hay baños limpios con papel y están cuidados, son seguros y están bien señalizados, con información de todo lo que puedes ver, fauna y flora.
El sendero por el que entramos está rodeado de dolinas en rocas negras. En uno de los letreros se explica la acción del agua sobre la piedra y, en otro, la leyenda en maorí que explica esa formación. Se trata de un monstruo con forma de lagarto que capturaba a gente. Pero una chica muy lista logró escapar y apresarlo. Lo quemaron en una hoguera y esas piedras son los restos abrasados del monstruo.
El mirador da a un valle y a una de las bahías de la zona de Nelson. Continuamos hacia Abel Tasman. Rodeamos el parque, porque no se puede ir con coche excepto por unos caminos de grava y llegamos a la Golden Bay, que es una bahía muy grande que acaba en el cabo Farewell, donde no vamos a ir ni locos porque está bastante lejos. La bahía es bonita, rodeada de grandes rocas. Hay que pasar por un túnel horadado en una de ellas. Recorrimos el camino en dirección a la zona norte de Abel Tasman hasta donde pudimos pasar, porque un letrero advierte de que no recomiendan la entrada a caravanas.
El navegador nos lleva a Greymouth, ahorrándonos bastantes kilómetros, aunque nos perdimos parte de la costa noroeste. No hay muchos supermercados por el camino, solo en los pueblos grandes, así que en Greymouth paramos a aprovisionarnos. Entramos en una carretera de bosque que íbamos a recorrer durante casi todo el día. Estaba lloviendo, así que apenas vimos con las nubes las montañas que nos rodeaban. Cuando las nubes nos lo permitían, el entorno por el cauce de un río es impresionante. Las cimas elevadas tienen nieve y parecen rodearnos. Los cauces que vienen de las montañas tienen a veces un color glaciar. La carretera está casi siempre rodeada de una vegetación espesa en la que destacan los bosques de helechos.

Teníamos tiempo de avanzar hasta Te Anau y quizá al Milford Sound, así que volvimos a coger carretera para llegar a Te Anau, al menos. De Te Anau al Milford hay dos horas de camino, y el barco salía a las 9:15
Avanzamos sin problemas, por lo que nos desviamos a Manapouri, que está próximo a Te Anau, y es donde se encuentra el lago de donde sale el Doubtful Sound. El lago parece bonito y vimos la entrada del fiordo. La verdad es que, más que un fiordo es un canal, porque no sale al mar. Es un estrechamiento del mismo lago entre altas montañas, que forman una especie de fiordo que debe ser bastante largo, porque hay publicidad sobre barcos que pasan tres días navegándolo, y el tiempo mínimo que he visto es de siete horas. La pena es que se ha nublado y no tenemos una buena perspectiva.
Llegamos a Te Anau. Es una ciudad muy tranquila, de casas unifamiliares y calles anchas, que da al lago y es la entrada a Fiorland. Un pueblo precioso y situado a las orillas de un bonito lago. Sigue nublado y la perspectiva no es buena por ese motivo, pero vimos una zona de pícnic junto al lago donde podemos comer mañana a la vuelta del Milford.
No es tarde, y Juanjo está dispuesto a conducir un poco más, para dormir más cerca del fiordo. Avanzamos por una carretera de bosque, por donde estoy segura que van los kiwis los domingos en bicicleta. A unos treinta km de Te Anau está el punto donde empieza el Milford Track, que dura unos pocos días. A unos 55 km se encuentra Eglinton Valley. Allí paramos a hacer unas fotos de las elevadas montañas que nos rodean, que son de verdad impresionantes. Cruzamos después el Paralelo 45, el punto a mitad de camino entre el ecuador y el Polo Sur.
La carretera al Milford Sound es absolutamente espectacular, con muchos sitios que visitar, pero pararemos a la vuelta. Como es lógico, el día maravilloso de sol que pronosticaban es un día absolutamente nublado. Nos hace polvo, porque el encanto del Milford es que el día esté despejado para ver las montañas que lo circundan.
Hicimos fotos del mar de nubes que teníamos debajo, tan incautos, porque el mar de nubes continuaba y continuaba, y aquello no tenía ninguna pinta de despejarse.
Pasamos el túnel Homer. Solo puede se puede circular en una dirección, así que hay un semáforo para orientar el tráfico. Es un hueco abierto en la montaña que desciende 129 m a lo largo de 1.2 km. Una vez fue el túnel más largo del mundo. Es muy estrecho y oscuro, en roca viva.
Empezamos el recorrido en barco por el fiordo. Yo miraba desesperada al pedazo de nube blanca que hacía honor al nombre maorí del país y que no tenía ninguna pinta de aclarar, más bien de ponerse cada vez más negra.
La verdad es que el fiordo, aún así, es impresionante. Nada que ver con los chilenos. Se parece algo más a los noruegos, en todo caso, aunque es distinto. A estribor dejamos las cascadas Stirling y nos dirigimos hacia la orilla de babor, acercándonos mucho a la costa. Las montañas caen verticales al agua, cubiertas de vegetación. El piloto nos informó de que en esta zona llueve todos los días, a veces copiosamente. En esta época, que corresponde a la primavera, debe ser cuando más llueve. Para confirmarlo, nos cayó una suave llovizna, como la que nos está cayendo a diario, tipo calabobos, que no sé cómo se dirá en maorí.
Haciendo fotos, filmando, en silencio, abrumados por la naturaleza, llegamos al mar, donde dimos la vuelta. Comprobé que la inmensa nube cubría toda la costa, sin ninguna pinta de abrirse al sol.

Volvimos por la otra orilla, donde súbitamente apareció una manada de delfines dirigiéndose al barco. Los vi saltar en el agua. Luego vimos un grupo de focas sobre las piedras. Allí paró el barco, para que las viéramos a gusto.
Finalmente, llegamos a las cascadas Stirling. En la más cercana a la boca del fiordo, el barco enfiló hacia la cascada. Nos pusimos a proa, para retratarla y vino una de las empleadas del barco a echarnos de allí, diciendo que tuviéramos cuidado con las cámaras. No me lo podía creer, pero el piloto se metió debajo de la cascada, empapándonos. Subí a la cubierta de arriba por si allí te mojabas menos, pero fue igual. Juanjo se quedó a cubierto y pudimos sacar las fotos cuando nos habíamos alejado un poco.
Volvimos al coche para hacer la carretera de vuelta a Te Anau despacio, viendo los distintos hitos que ofrece. Primero paramos en The Chasm, al que se llega por un corto sendero de 250 m lleno de helechos y vegetación. Conduce a una caída profunda del río Cleddau, que ha excavado un impresionante paisaje en roca de diorita. El agua ha hecho boquetes en las rocas, en forma de cuenco o en espiral, y cae en remolinos con un fuerte estruendo y una enorme fuerza. Solo puede oírse el sonido del agua en el puente desde el que se observa el impresionante fenómeno. Pero el río es algo que realmente merece la pena verse. Muy impresionante.
Luego pasamos el túnel. Esta vez nos toca esperar un momento a que el semáforo cambie a verde. Pasamos por el valle Gertrude en el que se puede hacer una caminata, pero no vamos a entretenernos en eso. Volvimos a pasar por Holliford. Lo circundan las montañas Darren, que vimos cubiertas de nieve. Hay unas cascadas, pero para ese día ya teníamos el cupo completo con las Stirling. A continuación pasamos por el lago Gunn, Knobs Flat, el paralelo 45 y llegamos a los lagos Espejo. A estos se llega por una pasarela. En teoría, y si hay algo de luz y no hace viento, se ven reflejadas en ellos las montañas Earl.
Fuimos a un sitio que no estaba previsto y para el que nos tocaba desviarnos de la ruta. Invercargill está en la punta sur de Nueva Zelanda, excepto una isla que es un Parque Nacional y no parece estar habitada. Yo había estado en Invercargill y tenía apuntado pasar de él y marcharnos directamente a Dunedin, pero Juanjo tenía la idea de ir a las puntas sur de los continentes siempre que sea posible y, en este caso, estamos a media hora más de desvío, porque Australia está más al norte, así que nos desviamos.

Ya que nos habíamos desviado, no merecía la pena subir de vuelta para retomar la carretera principal. Yo tenía en la literatura una parte de la costa que los de Lonely Planet recomendaban, que son los Castlins. Pensaba dejarlo, por no desviarnos pero, ya puestos, fuimos por ese camino. Llegamos a una costa espectacular, con muchas algas, como advierten los folletos, pero llena de rocas negras, formando un paisaje impresionante. Resulta que muchas de esas rocas son árboles fosilizados. Pensaba haber dormido en un pueblo más al norte pero, al ver ese sitio tan alucinante decidimos quedarnos.
El camping es de los de autogestión. Tú llegas, buscas un sitio y echas el dinero en una caja que se llama ‘honesty box’, cuando llegas fuera de horario de oficina. Supongo que para un ‘ibérico’ como dice nuestro amigo Marciano, el panameño, es incomprensible y la oficina no abre hasta las 10:30 de la mañana, así que puedes llegar y largarte sin que nadie se entere. Pero nosotros echamos nuestros 20 dólares dentro de un papel con la matrícula del coche, aunque si te vas sin pagar seguro que no se entera nadie.
Vimos que mucha gente salía del camping y se encaminaba a una playa. Fuimos a ver qué había y era una colonia de pingüinos de ojo amarillo. Una señora española dice que ha estado mucho rato y que ha visto uno. Pero la gente sigue llegando. Hay una escalera de madera con letreros informativos sobre los pingüinos. La colonia es pequeña, de ocho o nueve familias, y advierten de no acercarse a ellos mucho, porque podrían volverse al mar y no ir a los nidos y dejar a las crías sin comer. Los pingüinos vuelven por la tarde, antes de anochecer, y es cuando pueden verse. Han salido del mar seis o siete pingüinos. Uno de ellos ha venido hasta el sitio donde estábamos, nos manteníamos en silencio y a una distancia prudencial. El pingüino se iba acercando poco a poco, dando saltitos y parando con las aletas abiertas, como posando.
Desayunamos en un mirador, y echamos otro vistazo a la zona. Hicimos fotos desde distintos sitios. Los acantilados son alucinantes, pero las playas son fantásticas, de arena clara, en forma semilunar, muy amplias, muy ‘de foto’.
No teníamos muchas ganas de irnos, pero hay que seguir la ruta. Nos encaminamos hacia Dunedin por la misma costa. Matilde, como llamamos a nuestro navegador, parece que ya sabe dónde está y nos lleva por donde queremos ir. El paisaje sigue siendo espectacular, pero creo que esta vez hemos dado con el mejor sitio para dormir. Pasamos por carreteras panorámicas, con bosques y costas de cuento de hadas. Paramos en algunos miradores desde donde las vistas son portentosas. No dejo de admirar la costa. Un espectáculo, en serio. Las montañas se meten en el agua cargadas de vegetación. El perfil que se ve desde algunos miradores es el que siempre has soñado ver.
Siguiendo el paisaje de bosque, cruzando ríos de distintos colores y caudales, pasando por praderas y carreteras de montaña, todo de cine, llegamos a Dunedin. El nombre primitivo era Nueva Edimburgo, pero lo cambiaron por el nombre celta de esa ciudad. Es una rareza en Nueva Zelanda: una ciudad con edificios victorianos y eduardianos. La vez anterior nos quedamos en un albergue que era una casa antigua, con mucho recoveco, escaleras pequeñas, pasillos estrechos, muchos libros, que tenía fantasma, aunque no salió. Dunedin tiene algunos edificios bastante curiosos. Entramos en las iglesias presbiteriana y anglicana, que tienen más gracia por fuera que por dentro, la verdad, aunque la anglicana tenía unas vidrieras que no estaban mal.
Los juzgados y prisión son victorianos y bastante chulos, pero el edificio más llamativo es la estación de tren. Es un edificio muy bonito, rojizo y el interior está decorado en su totalidad con cerámica vidriada. Angelotes blancos sobre fondos verdes presiden las taquillas de venta, también de cerámica. Hay un piso superior con balcón corrido que da a la sala principal. Fuera de la estación hay máquinas de tren antiguas metidas en enormes cajas de cristal. Yo creo que es lo más llamativo de la ciudad, ciertamente.

El tiempo sigue lluvioso y frío. Hay una ciudad a mitad del camino que también recomienda la Lonely, que se llama Oamaru, donde parece que se pueden ver pingüinos azules en el puerto por la tarde. La tenía en duda, por si nos daba tiempo a pasar un momento, pero podemos quedarnos a dormir allí e intentar ver los pingüinos.
La ciudad es rara que no veas. En realidad, es un pueblo, tiene puerto y está lleno de edificios eduardianos todos blancos, algunos con columnas corintias y una zona de antiguo puerto con casas antiguas increíbles. Habíamos preguntado en un camping a unos 10 km al sur si podíamos ver pingüinos, ya que estaba en la costa, pero nos dijeron que teníamos que ir a Oamaru a verlos. En Oamaru había muchos carteles que señalaban por donde se veían los pingüinos. La dirección era hacia el puerto, pero una vez allí, encontramos unas oficinas donde te sacaban los cuartos por enseñarte la colonia. Tour de día, 65 dólares. Tour de noche, 85. Lo más raro es que toda la zona que rodea al puerto esta llena de carteles que ponen que tengas cuidado con no atropellar a los pingüinos, que ojo al dar marcha atrás, no te cargues a uno… así que decidimos asomarnos por la tarde a ver si los veíamos y dejarnos de pagar semejantes precios.
Teníamos en mente un camping hacia el norte pero, como los pingüinos salen hacia las nueve y son las siete, no es plan de ir y volver, además el camping esta en una carretera sin asfaltar. Encontramos un Top 10, que son unos camping buenos, o sea, que no hay de nada y te cobran aparte el wifi, aunque están limpios y son bonitos. Pero nos viene bien para intentar ver los bichos.
Nos duchamos y fuimos al puerto por si podíamos ver algo. Caminamos por el muelle. Había una familia alemana con dos niños. Yo estaba viendo unas manchas negras en el mar raras. Estaba preguntando a Juanjo si serían pájaros, porque me he dejado los prismáticos en el coche, y la señora se ha puesto a señalar el agua en esa dirección. No eran pájaros, sino aletas, pensábamos que podían ser delfines, pero alas aletas eran raras.
— ¿No serán orcas? — le dije a Juanjo
Seguimos mirándolos. Eran varios y daban vueltas frente a nosotros, en el mismo muelle. De repente uno de ellos sale más del agua
— ¡¡Son Orcas!! — dijo Juanjo
Nos miramos asombrados. Claro, vienen a por los pingüinos, lógico, pero ya habíamos perdido la esperanza de verlas. Mira tú por donde, han aparecido en el sitio más inesperado.
— Anda que… como para bañarse aquí —afirmó Juanjo.
Estamos encantados, pero no salimos de nuestro asombro. ¡¡Cómo era posible haber visto orcas en pleno muelle!! Después de eso, decidimos que les dieran morcilla a los pingüinos y nos fuimos al camping a prepararnos una cena con unos hermosos filetes que hemos comprado, para llenarnos de proteínas y celebrar lo de las orcas. ¡¡Menudo sorpresón!!

Por la mañana, nos fuimos en dirección a Christchurch. Pasamos por pueblos costeros, Timuka y Timaru, pero no les hice mucho caso porque estaba fascinada leyendo lo que podíamos ver en la ciudad.
La fascinación no se debe a que sea muy interesante, yo la recuerdo como una ciudad normal, maja, tengo en mis notas que merece la pena la catedral, etc. así que suponía que habría edificios dignos de verse. Pero lo que me tiene fascinada es que todo lo que se refiere a Christchurch tiene que ver con unos terremotos, uno en el 2011 y otro el 22 de febrero de 2012. Los itinerarios de la ciudad son para ver las zonas destruidas y otros para ver las zonas construidas de forma temporal, incluyendo una catedral. No quiero imaginar cómo puede ser.
Puse a Matilde en dirección al centro, donde hay muchos aparcamientos al aire libre. Muy llamativo. A nuestro alrededor, vimos edificios apuntalados, en demolición, grúas… y muchos solares. Los solares y, supongo que los aparcamientos al aire libre, deben corresponder a edificios demolidos porque, lo que es calles, apenas se ven como tales. Solo ruinas valladas y calles vacías, solo con las calzadas y aceras. Dejamos el coche en uno de esos aparcamientos y cogimos el mapa para orientarnos.
Lo primero que vimos es un antiguo arco, del que queda una parte, que están reconstruyendo. Las márgenes del río están muy dañadas, y hay un proyecto para rehacer los paseos. Vimos que el parque central es muy grande, y parece que había muchos jardines. Uno de los proyectos de la ciudad es convertir en zonas verdes todo lo que se ha demolido, poniendo césped en los solares que han quedado.
Llegamos a una zona que se llama Re-Start. Comprendo que un edificio grande que hay detrás debió ser un centro comercial, pero está en ruinas. Los comercios que por allí había se han realojado en contenedores de barco y caravanas. Los puestos de comida están en caravanas, y las tiendas, en contenedores. Me compré unos pendientes con la hoja de helecho, símbolo de Nueva Zelanda.
Da bastante agobio ver una ciudad en esas condiciones, pero lo peor ha sido al llegar a la plaza de la catedral. Había leído que estaba muy dañada, pero eso es ser generoso. La torre-campanario se ha destruido por completo. Solo quedan los cimientos. El frontal ha desaparecido. Y en la plaza no hay nada. Vimos las fotos en carteles de cómo era antes, una plaza normal, con su catedral, sus edificios alrededor, y ahora solo hay vallas y solares. La catedral tiene una valla lejos del edificio, rodeándola completamente. Ha sido desolador.
Seguimos caminando por calles vacías, llegando a New Regent Street, cuya publicidad dice que es la calle más bonita de Nueva Zelanda y que es una calle de estilo hispano, que no distinguimos de ninguna manera. Son casas de dos pisos pintadas de colores. No le vimos ningún chiste.
Caminando entre solares vimos la Catedral Transicional, hecha de tubos de cartón. Como no hay nada en medio, se distingue sin problemas. Tiene un tejado a dos aguas hasta el suelo, y son vigas de acero forradas de tubos de cartón, con un material transparente acanalado como cubierta. Entramos a verla y es por dentro lo mismo. La utilizan también para eventos. Todo es muy extraño, pero crea un desasosiego que no te dejan ganas de quedarte.
Eran las cuatro de la tarde y no habíamos comido. Fuimos a los contenedores y en uno de comida griega tomamos pitas de cordero y falafel.
El aparcamiento se paga por adelantado y nos queda bastante tiempo, pero la ciudad da ganas solo de salir huyendo, y eso hicimos.
Pensábamos dormir en Christchurch pero, en vista de las circunstancias, seguimos hacia el norte. No pensaba parar en Kaikoura, porque lo único que se hace allí es ir en barco a ver ballenas y albatros, pero ya que tenemos tiempo, decidimos dormir allí, que al menos será bonito. La costa es alucinantemente bonita, con rocas oscuras y acantilados, y mucha vegetación en las montañas. Era temprano y llovía a cántaros.

Nos dirigimos a Picton por esa carretera tan chula que, o pasa entre bosques, o bordea la preciosa costa. Debo tener el síndrome de Stendhal, porque se me saltaban las lágrimas y tengo algo de opresión en la garganta al ver esos paisajes tan bonitos. Como fin de fiesta de la isla del sur, vimos la costa llena de focas en las piedras. Una, incluso salió a la carretera, haciendo parar a un coche que la tenía delante. La foca lo miraba curiosa.
Llegamos pronto a Picton. No lo habíamos visto porque el otro día habíamos llegado de noche, pero no está nada mal. Es una ciudad pequeña albergada en una bahía rodeada de montañas por todas partes, tanto por el sur, como por la parte que da al fiordo. Como el fiordo es bastante cerrado y con muchas islas, no se ve mar, sino montes y vegetación por donde mires. Hay edificios de tipo colonial, con balcones, un puerto de yates pequeño en un recodo de la bahía y los muelles donde atracan los ferrys. No veo barcos grandes de carga, supongo que irán a puertos más abiertos, como Christchurch.
El trayecto por los Marlborough Sounds es alucinante. El barco vira continuamente para pasar entre ellos. Están, además, plagados de islas. Todo lleno de vegetación casi hasta el final. En algunas pequeñas bahías vimos casas aisladas en el borde del agua y en las laderas. Supongo que solo puede llegarse por barco, aunque a un par de fiordos se puede ir por carretera. Ese trayecto dura algo más de una hora. Al acercarnos al mar, la vegetación cambia por completo y desaparecen los árboles, pasando a matorral, aunque verde. Pasando por un estrecho con islotes salimos al mar, y entonces nos metimos dentro del barco, porque el viento sopla un horror.
Un comentario
Me ha encantado el relato y muchas ganas de conocer esas maravillosas tierras. Yulitia