Me encontraba en el asiento trasero de un taxi de los que aquí llaman vocho, el antiguo y casi extinguido Volkswagen escarabajo, éste se movía a trompicones dentro de un torrente de millones de coches, camiones y autobuses que contribuían a formar la nociva calima que oscurecía el cielo de la Ciudad de México. Llevaba un mes recorriendo el país y ahora mi destino era reencontrarme con mi infancia chilanga después de 25 años. Dediqué las últimas horas del viaje para hacer este pequeño periplo por mi memoria antes de tomar el vuelo de regreso a España. El tráfico arrastraba el auto a través del interminable Paseo de la Reforma hasta dar con la glorieta donde se encuentra el monumento a la Independencia. En lo más alto de su elevada columna central me daba la bienvenida el Ángel Dorado que parecía estar a punto de saltar para huir de los abundantes rascacielos y las edificaciones en construcción que dominaban ambos lados de la avenida. Aunque todavía se podían observar algunas casas señoriales de principios del siglo XX, supervivientes de la masacre inmobiliaria en esta ciudad que ahora era un enigma temporal. La demolición y el comercio creaban una modernidad que se devoraba a si misma transformándolo todo.

Cuando bajé del taxi me encontré con una avenida Masaryk más estrecha de la que solía retener en mi cabeza, también el portal de lo que fue mi casa había menguado considerablemente. Todo era pequeño comparado con la visión que tenía cuando medía poco más de un metro. Ahora los enormes galgos de piedra que guardaban el portal eran insignificantes figurillas de piedra artificial no más grandes que un chihuahua. Este decrecimiento de mi mundo infantil me hacía sentir como un gigantesco Gulliver que se movía con torpeza destruyéndolo todo. Ya no existía la pastelería donde los amigos comprábamos baratas chilindrinas mientras alguno de nosotros aprovechaba para robar los inalcanzables bombones. Ahora en su lugar se encontraba una joyería de firma, custodiada por un uniforme con ametralladora. Prácticamente todo el barrio de Polanco había sido arrebatado por comercios para ricos y oficinas. Únicamente el restaurante Klein’s y sus reconfortantes chilaquiles aderezados de recuerdos sobrevivían al exterminio.

Decidí seguir profanando mi memoria adentrándome en el parque más antiguo de América. En sus jardines solía jugar o comprar golosinas de algún puesto callejero. Ahí seguían los innumerables vendedores arrastrando sus carritos llenos de dulces y pobreza. Los voladores de Papantla exhibían su acrobática ceremonia en el exterior del Museo Nacional de Antropología. Chapultepec seguía siendo grande.

No me encontré con aquel niño con acento mexicano y sentí pena por haber dedicado tan solo unas horas a mi infancia. Quizá mejor así para no seguir pisoteando Lilliput. Algunas gotas de lluvia comenzaban a mojar las ventanillas del avión y tal vez se pudo respirar mejor en la ciudad donde lo que una vez fue nunca más será.
