Islas Feroe, el vértigo de las formas

Ovejas feroesas a las afueras de Bøur, en la isla de Vágar. Alba Cantón

Como dinosaurios dormidos descansan sobre la mar las escarpadas islas-montaña del Atlántico norte. Bien podría haber sido que la tempestad y el viento infinito hubieran moldeado el perfil de sus rocas de forma más burda e inhóspita, pero las salvajes islas Feroe parecen haber sido delicadamente talladas con el don de la belleza. Su hermosura verde y marina no siempre ha aguardado una vida apacible a los seres que osaron asentarse en este lugar remoto y extremo. Naufragios, inviernos glaciales sin luz, poco suelo fértil donde cultivar, pequeñas poblaciones diseminadas en las dieciocho islas por las que atraviesan caminos escarpados y laderas en las que nunca hubo árboles. En este escenario brumoso de pesca y sal, el imaginario feroés creó cuentos y leyendas protagonizadas por duendes, gente oculta, sirenas y espectros cuyo rastro acompaña en cada itinerario. Un decorado que invita a la fantasía y a nuestro interior sin buscarlo. Puede ser la luz, la visión de las formas en la atmósfera armónica de la neblina, los túneles bajo el mar, las ovejas alegres por libres. La nostalgia invade a la viajera que se adentra en los contornos, intentando no excederse en el cuentakilómetros ni en las curvas sobre el abismo. Piensa que se encuentra en escenarios ya soñados, que es real un lugar así, desafiante al poder de la imaginación. Ir a las islas Feroe es como viajar hacia el subconsciente, una postal melancólica que pone en juego la capacidad del alma de aguantar la soledad.

Cascada de Mulafossur en el pueblo de Gásaladur. Alba Cantón
Cascada de Mulafossur en el pueblo de Gásaladur. Sergio Erro

La isla de Vágar es una esponja. Ha llovido en los días previos a la llegada y las colinas derraman agua. Aquí es donde se encuentra el aeropuerto reflejo de una estación de investigación nórdica. Los pueblos de las islas ovinas están construidos cerca del mar y en pendiente por la ladera. Cada casa está matizada con colores de una paleta impresionista y hay hierba en los tejados. La ilusión óptica aparece en varios puntos. En el pueblo de Gásaladur, un arroyo se precipita al vacío hasta el océano en una cascada de 60 metros llamada Mulafossur. Otras aguas que también saltan al mar son las de Sørvágsvatn, el mayor lago del archipiélago. El camino que lo rodea comienza en Miðvágur, capital de la isla; serpentea la orilla esquivando las rocas —vivienda de los elfos— hasta llegar al acantilado Trælanípa de 148 m. Desde su cima, la vista de este sosiego azulado flotando al borde de las olas hace perder el equilibrio.

Lago de Sørvágsvatn desde el acantilado Trælanípa. Alba Cantón

La viajera se sienta aturdida lejos del saliente. Pestañea lento. Desde este monte-altar arrojaban a los esclavos en la era vikinga. Mira hacia donde le alcanza la vista, las islas del sur al fondo: Hestur, Koltur, Sandoy y Skúvoy, peñones en medio del mar a los que solo se puede llegar en ferry. No sabe si es el vértigo o la certeza de que no volverá a sentirse en una escena que desafíe de esta manera los límites. El vértigo del tiempo que corre, a galope. En unos meses todo esto será ilusión. Los pasados convertidos en imágenes. Se levanta y toma la fotografía a la que tendrá que agarrarse. Está. Aún no se va. Se sentará en una roca a observar si de alguna onda del lago se asoma el Nykur, el equino acuático del folclore feroés y la invita a quedarse.

Acantilados Feroes, isla de Vágar. Alba Cantón

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