La autovía atraviesa una nada desértica. Vehículos de matrículas indescifrables saltan al ritmo de los baches camino a la capital. Del retrovisor cuelga un collar de madera. Se retuerce arropado por una especie de polvo rojo que se filtra por la ventana. A lo lejos, el paisaje extenso y reseco se muestra inalterable. Creo que es el sonido de un tar el que me araña desde la radio. Trago saliva. Solo es en ese momento, el del choque y revuelo, el encuentro con la llegada, el tiempo ensanchado del lugar desconocido, cuando esta viajera aúlla libre y aplaca su sed de curiosidad. Me recoloco el hiyab que pretende caerse con cualquier gesto. Ya casi estamos en Teherán.

El taxi me deja en una de las que hoy son las puertas oficiales de entrada a las ciudades. Una boca de metro. Me sumerjo junto al tumulto de chadores y abrigos oscuros al ritmo de los latidos que sobre las baldosas de mármol imprimen nervio y prisa al vientre de la urbe. Es un domingo cualquiera, primer día laboral de la semana, del año 1395 persa.

En el vagón femenino de metro respiro complicidad. Los rostros viajan cubiertos de maquillaje y pañuelos conjuntados con perfilador de ojos que sonríen cuando me descubren contemplándolas. Suben vendedoras ambulantes. Muestran, bajo su manto, en maletines o neceseres de metal sus productos como si de preciados tesoros se trataran: maquillajes, broches, ropa interior de todo tipo de colores y estilos, y compresas higiénicas.

Y, como del silencioso vientre materno, salgo de las entrañas de Teherán y me encuentro por primera vez con la vida. Una pequeña esquina de un barrio céntrico donde un grupo de hombres conversa a bocajarro; niñas uniformadas de la cabeza a los pies caminan sin prisa; puestos con cacerolas de comida humeante; paredes con grafitis antiimperialistas; peatones que se abalanzan a la carretera por ser la única manera posible de aminorar la velocidad del tráfico y cruzar. Se deslizan calle abajo motocicletas que llevan manoplas de manillar que se podrían confundir con un peluche de la infancia. Intuyo que las mañanas de invierno son gélidas. Solo tres sucios y despeinados gatos persas observan en silencio a la que podría ser la única extranjera del lugar. Me descubro admirando una preciosa escena cotidiana, sintiéndome como si estuviera dentro de una película de Kiarostami o Farhadi.

Muestro en papel la dirección que llevo escrita en persa al grupo de hombres que charlan. El viaje es perderse en el camino, acechar la aventura. Un ejercicio de búsqueda cuyo motor son los detalles que hacen de cada lugar sus propias historias.
Los iraníes parecen saber sobre esto. Viajeros y curiosos incansables desde los albores de su civilización, lo primero que hacen es darme la bienvenida al país. Mientras me explican cómo llegar a mi destino, me recomiendan visitar Shiraz y preguntan, sin rodeos, por qué tenemos una visión de ellos tan solapada en el exterior.