
La compañía Binter ha dejado el avión más veterano —por no decir el más viejo— de su flota para el trayecto Las Palmas-El Aaiún. Supongo que la compañía lo habrá decidido así por la poca afluencia de pasajeros. Una pareja, deduzco que son saharauis por la malhfa que viste ella, una madre guineana con su hijo, y yo somos los únicos pasajeros en la cabina. Una hora es lo que dura el trayecto desde Canarias hasta la capital del Sáhara. Desde la ventanilla comienza a verse la costa y la playa se convierte en un mar de dunas. Se adentra varios kilómetros hacia el interior dando paso a un desierto pedregoso que desde aquí arriba ya se aprecia áspero y árido.
En el control de pasaportes relleno el formulario correspondiente y respondo varias veces a la misma pregunta que me hacen los distintos policías marroquíes: “¿Cuál es el motivo de su visita?”. Interrogatorio, quizá rutinario, para ver si soy un activista y bajo la guardia. Les ha costado creer que mi motivo es hacer turismo. Las pantallas de llegadas y salidas tan solo tienen el vuelo en el que he llegado. Debe ser uno de los aeropuertos del mundo con menos afluencia de visitantes. Un par de policías son los únicos clientes que tiene la única cafetería del aeropuerto. Una de las pocas personas que no va vestida con uniforme es el dependiente de la también única tienda de souvenirs. Juegos de té morunos, cajitas de madera de raíz de olivo, fósiles tallados a mano y algunos cachivaches más se reparten entre las cuatro estanterías que tiene este pequeño negocio. Todo es artesanía marroquí como lo que se puede encontrar en cualquier bazar de Marrakech. También hay un exhibidor con algunas postales de cielos de puro cian y dunas amarillas, además de cuatro o cinco postales con fotografías de la escritora china Sanmao. Le compro una en blanco y negro en la que sale ella posando junto a un camello. Le pregunto por la escritora y saca un abanico de madera con algunas de las varillas escritas con caracteres orientales. El dependiente me explica que algunos turistas chinos llegan hasta aquí para visitar la que fue la casa de Sanmao. Cuando visitan su tienda les hace firmar en el abanico como recuerdo.

A la salida, un par de taxis esperan frente al parking que apenas tiene cinco vehículos. Dos de ellos son coches patrulla además de un todoterreno blanco con letras impresas “UN” en los laterales. A escasos metros un hombre alto y pelirrojo me observa. Decido acercarme a él para preguntarle si es necesario coger un taxi para llegar a la ciudad pero se gira y desaparece tras una esquina. El silbido de uno de los taxistas me hace dar media vuelta, gesticula con la mano para que me meta en el taxi. No tengo otra elección y acepto su ofrecimiento. En apenas un minuto entramos a la ciudad por una de sus vías principales, el bulevar Mohamed V antes avenida de España. En ambos lados de la carretera hay bloques de viviendas dispersos, muchos de ellos en construcción y otros tantos abandonados sobre calles sin asfaltar y aceras sin adoquinar. Desde que el Sáhara fue tomado por Marruecos da la impresión de que se han dedicado a construir viviendas masivamente para justificar su presencia en este territorio. Por ley todos los edificios son pintados de color ocre como hacen en gran parte de Marruecos.
El hotel donde me alojo es de los más baratos aunque la habitación es del tamaño de un apartamento grande. Todo es desproporcionado. Equipado con una televisión de muchas pulgadas y una cama kingsize. Grandes ventanales con vistas a solares desérticos de tierra ocre con edificios dispersos de varias plantas de arquitectura desarrollista. Todo lo hacen grande porque el metro cuadrado debe de estar tirado de precio. El desierto es un solar infinito. Es diciembre y hace calor. Decido ducharme. El baño también es de descomunales proporciones. El agua procede del embalse que recoge las aguas del río intermitente Saguía el-Hamra. El Aaiún o al-‘Ayyūn, en árabe, significa los manantiales.
Salgo del hotel para tomar otro taxi. El pasajero que va en el asiento del copiloto me pregunta en perfecto español por mi procedencia y le respondo que soy de España. Es un hombre de unos setenta años, se gira sobre su asiento para enseñarme un carnet de identidad deteriorado con la bandera española sobre la que está impresa la palabra Sáhara. En la foto apenas se le reconoce. Emocionado me comenta que sirvió en el ejército y que recibe una ayuda del gobierno de España. Después me enteraría de que los saharauis que sirvieron en el ejército español durante al menos veinte años reciben una pequeña pensión. El anciano saharaui se baja del auto y nos despedimos de forma efusiva deseándonos lo mejor.

Me bajo en el bulevar Meca frente al hotel Al Massira donde están aparcados varios todoterrenos de la ONU. En las terrazas de las cafeterías todas las sillas miran hacia la calle para no perder detalle de lo que pasa por esta. Algunos hombres toman café y otros conectan sus móviles a la zona wifi. El bullicio llega con el frescor de la noche. Todo se llena de personas, coches y motos. Poco después, llego al bulevar 24 de Noviembre de 1975 —una fecha reseñable de diferente manera para saharauis que para marroquíes— decenas de adolescentes y familias se reúnen dentro y fuera del recién inaugurado Mcdonald´s. Cerca hay un mercado en la calle. El tráfico de vehículos y personas es abundante y veloz. Cruzar la calle se convierte en un juego mortal, sobre todo para el peatón, que consiste en esquivar y ser esquivado.

Los mercadillos en El Aaiún difieren mucho de los que se pueden encontrar en Marruecos o Túnez, sobretodo por las mercancías que tienen expuestas. Apenas hay artesanía ya que no están enfocados al turismo. A pesar de ser el único occidental nadie me llama la atención para que compre algo, no hay regateo. Especias, carnes, animales vivos, verduras, mantas, ropa… Entre la multitud veo una cara que me resulta familiar. Es el hombre pelirrojo del aeropuerto pero pronto desaparece entre la gente. A este señor me lo encontraría varias veces más en diferentes lugares. Creo que la elección de elegir un policía secreta pelirrojo no es muy acertada, sobre todo aquí. En la terraza de un pequeño restaurante ceno un tazón de sustanciosa harira y medio pollo asado al carbón por 40 dírhams. En la calle, saharauis y marroquíes conviven en una aparente normalidad mientras los coches blancos de la ONU pasean lentos y vigilantes arbitrando un conflicto silencioso.
